Ouija: El Origen del mal es la precuela de Ouija, una cinta del año 2014 que nos sorprendió que llegara a salas nacionales debido a la pésima recepción por parte de la crítica. Por ende, no esperábamos que hubiera una segunda, pero posiblemente por su bajo presupuesto y buenas ventas en taquilla (lograron obtener diez veces más de lo que costó hacerla), Stiles White y Juliet Snowden convencieron a la productora, sólo que ahora bajo la dirección y guión de Mike Flanagan, conocido por dirigir algunas cintas de horror y misterio.

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Debemos considerar que en aquella época, y hasta pasados los años 80, jugar con una tabla ouija con tus amigos era bastante común. De hecho, creo tener una en mi ropero al lado de un juego de Backgammon.
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Pa’ que sigan jugando con la ouija, niños.

La cinta nos cuenta la historia de la familia Zander, quienes apenas sobreviven con los timos que realiza la madre, Alice (Elizabeth Reaser), haciendo el papel de una médium bastante mediocre. Sin embargo, el mundo de los espíritus no es ajeno del todo a sus hijas, Lina (Annalise Basso) y Doris (Lulu Wilson), quienes comienzan a jugar la tabla ouija sin ningún tipo de preparación.

Como pueden ver, hasta aquí, la historia es bastante cliqué, por lo que si piensan que lo que sigue es la posesión de una estas chiquillas por un demonio, estarán en lo correcto. Pero no pasa como en la mayoría de los casos, que una vez que el demonio ha poseido a su víctima manifiesta los síntomas de que hay algo mal con ella. Este ser se esconde muy sutilmente en la niña, dotándola de poderes mediumnicos que comienzan a mejorar las condiciones económicas de la familia.

Las Zander contarán únicamente con el apoyo del sacerdote de la escuela, el padre Tom Hogan (Henry Thomas) para descubrir la verdad detrás de las nuevas habilidades de Doris.

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«And tell me, Mr. Anderson, what good is a phone call if you are unable to speak?» Right scene, wrong character and movie.

Sin extenderme demasiado en esta reseña, puedo afirmar que hay una sensible mejora tanto en la ejecución como en la escenificación de esta historia. Las actuaciones son más verosímiles que las que hallamos en su antecesora y secuela, y destacan los escenarios que se adaptaron correctamente al tiempo que nos propone esta cinta -los años 60-. Como sea, adolece de dos pecados capitales: la falta de originalidad y la frecuente caída en situaciones que, por ser tan frecuentes en el género, ya no logran emocionar al espectador. El primer pecado sería expiable si sólo se tratara de los clásicos clichés que encontraremos en el cine de posesiones y, más específicamente, del uso de medios para contactar con los espíritus. El problema es que no es así. La cinta ocupa escenas y efectos muy reconocibles de otras cintas mucho más famosas, como El Exorcista e incluso The Matrix. Entonces es cuando caes en cuenta que el guionista y director no sabía exactamente como conectar las escenas y recurría a lo que otros directores ya habían hecho. En cuanto al segundo pecado, es un caso sin salvación, pues frecuentemente el auditorio soltará esa risa, no precisamente nerviosa, sino de incredulidad, al no encontrar en su interior algo que verdaderamente lo mueva hacia el terror, que es de lo que se supone que trata esta película.

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